Por: Juan David Ochoa – El Espectador | diciembre 2021
El Pacto Histórico ha insistido permanentemente en un discurso de combate frente a la tradición: contra los bloques mafiosos de la politiquería enquistada; contra los caciques todopoderosos; contra los clanes enriquecidos; contra los nombres influyentes del lobby; contra el exceso; contra el delito; contra la burla; y contra la impunidad y la deshonra. Desde la altura de la superioridad moral han fomentado el tono de una autenticidad insobornable con la que han posicionado esa bandera política frente a las nuevas elecciones. Lo hicieron hace cuatro años, con un intenso y profundo dolor de indignación ante los métodos sucios de la ultraderecha para alcanzar los votos urgentes del poder: las imágenes de la campaña de Iván Duque junto al Ñeñe Hernández las difundieron en todas las plataformas posibles para argumentar esa prueba reina de la alianza con todos los nombres del hampa para las últimas cifras del tope.
Posicionaron la idea de la decencia de sus huestes desde la rectitud sin posibilidad alguna a una negociación con esa otra frontera del país antiguo y perdido entre el hedor y el fango, y con esos mismos códigos del nuevo tiempo lograron captar 8 millones de votos. El grueso de los votantes, antiguos, temerosos de una izquierda sin antecedentes en el poder, lograron revertir el estigma infundado y creer en ese lema posible de una política sin vínculos con la podredumbre. Por eso resultó un escándalo la noticia de la alianza entre Luis Pérez, cuestionado por toda las oscuridades de la Gobernación de Antioquia y los destellos de la operación Orión, y el candidato Petro, que apenas inicia su campaña ante el 2022 con toda la pompa del discurso y del pragmatismo. Y parece ser que la estrategia pragmática es su plan prioritario en la escala al poder, ya que la tradición parece imposible de romper en los tentáculos del sistema electoral, y aparece sin opciones al cambio.
Nadie puede creer aún, salvo los idólatras del silencio cómplice, que el representante supremo de la política clientelista de un departamento estratégico para los votos que necesita sumar la izquierda en zonas poco favorables, sea precisamente el nuevo aliado del Pacto Histórico; un pacto que se ha ufanado de la pulcritud de sus militantes, de la convicción innegociable con la podredumbre y del corte definitivo con la continuidad de una cultura política del interés contra sus propios postulados humanistas. Si la idea urgente es la estrategia contundente sin romanticismos, por lógica y sentido común deberán cambiar los lemas de esa bandera de valores supremos que los ha traído hasta aquí con marchas de indignación y un discurso frontal contra las viejas formas de la política.
Y si logran alcanzar el poder con esos pactos alternos y esos nombres en la nómina de Gobierno, no podrán actuar desde el poder con la coherencia de su discurso. Ceder ante aliados peligrosos para alcanzar mayores efectos tácticos en campaña tiene los riesgos del desmoronamiento total hasta alcanzar las mismas versiones extremas de los partidos corroídos por la pestilencia de las cuotas obligadas y las dádivas secretas que debe cumplir el elegido desde un trono empeñado.
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