Revista Digital CECAN E3

Examinar. Entender. Evaluar

La nueva realidad. El sueño de la razón produce monstruos

 Philip Potdevin | Desde Abajo

¿Podemos escaparnos del lugar más temido? Estos dos años parecen perdidos y a qué precio. ¿Dónde queda la dignidad del ser humano tras la devastación de las libertades?

Goya, la pesadilla de ignotas cosas llena,
Fetos que se cocinan en medio del Sabbat.
Baudelaire, “Las flores del mal”, VI

No es necesario parodiar a Rimbaud para decir que la humanidad apenas comienza a emerger de una temporada en el infierno. Esto sucedió, es real, hoy sabemos apreciar la belleza, diría el ‘poeta maldito’, el más maldito de todos. La pesadilla jamás vislumbrada aún obnubila el duermevela del amanecer y obscurece todavía el raciocinio. Casi dos años perdidos, inmovilizados por el miedo, la angustia, la impotencia, la desconfianza; la dominación que asfixia hasta el más libre de los espíritus anarquistas. Apenas se logra sacar la cabeza entre los vapores malsanos de un hechizo que parece producido en una de las jornadas más ignominiosas y llenas de rencor de la célebre Circe, la hechicera de tiempos antiguos que atrapó en la isla Eea al errante viajero Odiseo.

Tampoco es posible medir y evaluar con exactitud el daño producido. Estamos en zona de triage, apenas con una valoración preliminar del estado en que llega el herido, que unos llaman Humanidad, a la sala de urgencias de un hospital de caridad, que otros llaman Vida. El lesionado llega con múltiples escoriaciones, pero más grave aún, con mutilaciones que deforman su antigua belleza corporal. Entre los atributos perdidos, el más conspicuo es la autonomía, la libertad para desplazarse libremente y para congregarse con sus congéneres. Pero no es el único atributo o miembro perdido; quizás tan grave es que llega con una ostensible lesión en su capacidad de expresar y recibir afecto.

Tras la búsqueda de posibles responsables nadie aparece para dar la cara y asumir responsabilidades. Todo se hizo bajo el imperio de una razón, una lógica, una causalidad aparentemente irreductible. Ante el miedo, encerrar; ante el peligro, replegarse; ante la amenaza, huir, ante la sospecha, proscribir. Nadie debe acusar a los titiriteros de ser hijos de mala leche –lo contrario sería caer en el juego de la conspiración–, al fin y al cabo la consigna era incontrovertible: salvar la humanidad, protegernos y protegerlos a los demás. Ellos solo aprovecharon una oportunidad jamás presentada. ¡Y de qué manera la aprovecharon! Un día amanecimos vulnerables, frágiles, impotentes ante el invisible mal. Había que arroparnos de la contra a como fuera lugar y así se dieron los pasos que condujeron inevitablemente al infierno tan temido, aquel donde hay que perder toda esperanza, toda ilusión.

Primero fue un simulacro, luego una cuarentena que desbordó los 40 días y se enseñoreó en la vida de todos. La cara del infierno se vistió de mallas metálicas abajo pintarrajeadas de grafitis, locales, oficinas, centros educativos cerrados, calles desoladas, silencio donde antes habitaba el bullicio y unas cuantas almas en pena deambulando como zombis en busca de una explicación para lo que parecía un cataclismo atómico. Durante los picos, un paseo por los pabellones hospitalarios –cuando se permitía hacerlo– parecía más bien la visita a hospitales de guerra tras una batalla sin vencedores ni vencidos. En la mayoría de los casos ingresar a un familiar a un centro de salud era despedirse para siempre, entregarlo al sufrimiento y agonía de la soledad, de la despersonalización, de la espera incierta por un ventilador, del terror de ser sedado y entubado, de estar conectado a una máquina que en cualquier momento dejaba de registrar los signos vitales. Cuántos casos de confiar a los salvavidas a una persona amada, aún impregnada con el hálito vital, y recibir días después una caja de cenizas. Sin adioses, sin una mano tendida, sin un acompañamiento final, sin una mirada de solidaridad, sin un duelo.

De nuevo, parodiando a Rimbaud, siendo la realidad demasiado espinosa para nuestro carácter, nos encontrábamos a pesar de ello en casa de nuestra dama, que podemos llamar Vida, convertidos en un gran pájaro gris azul impulsándose hacia las molduras del cielorraso y arrastrando las alas en las sombras de la velada. Mirar la existencia desde ese lugar se convirtió en un dilema hamletiano: vivir o morir; y una única consigna: sobrevivir, a cualquier precio, así fuera para pasar una temporada en el infierno.

Luego arribó el ansiado Salvador, un líquido trasparente envasado en ampolletas y travestido a jeringa dadora de esperanza. Lo que nunca se supo, ni se sabrá a ciencia cierta, es lo que ese pinchazo puede causar a mediano o largo plazo. Todo en aras de la racionalidad, de la lógica irrebatible de salvar vidas. Igual que en el grabado de Goya de tan misteriosa interpretación, el sueño de la razón produce monstruos que parecen escapados de la caja de Pandora. Es difícil que alguien vuelva a encerrarlos y confinarlos por un buen tiempo.

Cada monstruo parece peor que el otro. El primero que salta a la vista es Autoritario, un ser informe que no acepta razones diferentes a la suya. Es quien dicta, regula, impone, prohíbe, castiga y sobre todo amenaza con aplastar a cualquier que se le atraviese en su camino. Autoritario es la ley y solo él la ley, nadie puede ponerle coto o limitaciones. Autoritario se alimenta básicamente de las libertades de sus vasallos. Las devora y no termina de saciarse nunca. De tanto hacerlo va secando al individuo quien pierde de manera progresiva la savia que le da ánimo para existir.

A su lado esta Miedo. Es más poderoso que Autoritario y mucho más sutil. No mueve un dedo, no impone nada, no se hace notar, lo único que hace es infundir el temor como una regadera. ¡Y qué efectivo es! Él penetra imperceptiblemente en las mentes de los ciudadanos y los paraliza, como la ponzoña de una araña venenosa a sus víctimas antes de devorarlas. El que no sucumbe ante Autoridad lo hace dócilmente frente a Miedo.

Junto a ellos se pavonea Desconfianza. Taimada, se le nota su carácter desde lejos. Genera en su derredor la enfermedad de la sospecha, en especial, por el semejante, Todo el mundo pasa a ser un posible agente del Mal, por lo tanto hay que cuidarse del otro, alejarlo, distanciarlo, encerrarlo y de la misma manera defenderse buscando replegarse en su propia cueva.

Un poco separado de ellos camina, sin parecer importarle nada y mirando a las estrellas, de un lado a otro, Indiferencia. Parece no haberse enterado de lo que ocurre a su alrededor. Igual le da que muera gente o que esté incómoda por la presencia de otros monstruos que acechan. Ella se apodera de los más vulnerables que buscan estar ajenos a la realidad.

En otro lugar, inquieto todo el tiempo y a contrapelo de los demás, sin dejarse ver claramente aparece otro que insisten en atribuirle la categoría de monstruo, pero quizás no lo es. Nadie sabe cómo llegó ahí y cuáles son los contornos verdaderos de su ser, masculino o femenino. Parece que no encaja con este convite y hasta ocupa el mismo lugar de un Judas en la última cena. Es el único que se enfrenta a todos, los pone en su lugar y está buscando adeptos para que se levanten contra Autoridad, Miedo, Desconfianza e Indiferencia. A él llegan los esbirros de Autoridad para anularlo antes de que haga más daño. Pero este, que es multiforme se escurre y aparece en otro lugar, más combativo y vehemente. Todos lo tildan de Rebelde pero él gusta en llamarse Dignidad. Es el monstruo más noble de la razón, dicen algunos, pero muchos ven a la bella Dignidad como el enemigo.

Para terminar, soñar lo imposible. Rimbaud hacia el final de Una temporada en el infierno grita, categórico: “Tuve razón en despreciar a esos buenazos que no perderían la ocasión de una caricia, parásitos de la limpieza y de la salud…, que hoy día están tan poco de acuerdo con nosotros. Tuve razón en todos mis desprecios: ¡puesto que me escapo! ¡Me escapo! …Se acabaron mis dos centavos de razón. El espíritu es autoridad”.