Fuente: El Espectador – Por: Francisco Gutiérrez Sanín | julio, 2021
Trina Duque: “Hay pirómanos electorales que generan la lucha de clases”. Puede haber algo de ridiculez idiosincrática en esta frase, pero su contenido es programático. Basta con recordar las cuñas de campaña del Centro Democrático en 2018, en las que Uribe aparecía advirtiendo sobre los peligros que se cernían sobre Colombia, para terminar con la consigna: “¡No a la lucha de clases!”.
La verdad: al caudillo le salía mejor. Tal vez sea porque la idea de denunciar la lucha de clases fue suya y no de este señor muelle e inseguro, pero violento, que nos desgobierna. Capaz. Pero lo más probable es que se deba a que, como he repetido aquí, quien más ha hecho —mucho más que un afiebrado agitador profesional— por promover una acerba lucha de clases es la actual administración.
Me explico. Algunos dicen que la lucha de clases —un concepto que antecede con mucho a Marx— es una especie de demonio que activan torcidos activistas en la oscuridad de sus covachas. En realidad, es una expresión social perfectamente rutinaria. Distintos sectores tienen intereses y demandas diferentes, a veces contradictorios. El fenómeno, inevitable en una sociedad compleja, a veces causa grandes destrozos, pero a la vez transforma y dinamiza a sus sociedades. Algo así como un río caudaloso y agitado, que si se desborda causa desastres, pero si se canaliza adecuadamente puede irrigar y convertirse en una fuerza constructiva.
De hecho, simplificando —invoco la benevolencia del lector: tengo 600 y pucho palabras—, las dos mitades del siglo XX europeo pueden verse como una secuencia: en la primera la fuerza ciega de la lucha de clases se salió completamente de las manos y causó desastres. En la segunda, aprendiendo de la experiencia, dirigentes de todo el espectro político entendieron que era mejor canalizar el río, no negar su existencia o simplemente dejar que siguiera su curso. Generaron para ello toda suerte de diseños institucionales. Este proceso de aprendizaje les valió décadas de estabilidad, prosperidad y tolerancia. ¿Con problemas y horrores? Sí. Algo también inevitable. Cierto: quizás igualmente este período esté llegando a su fin. Pero es que ninguna buena innovación social dura para siempre.
En Colombia tenemos un panorama distinto. Nosotros también cargamos sobre las espaldas décadas ininterrumpidas de desgracias y violencias. Tendríamos material de sobra para emprender nuestro propio aprendizaje. Pero, en lugar de hacerlo, el partido que está en el poder quiere represar el río. Se me antoja, pues no encuentro ninguna otra explicación, que para pescar en medio de la confusión y así lograr mantenerse en las posiciones de mando. Si las explosiones son cada vez más virulentas, quizás calcule que podrá cabalgar sobre su profecía autocumplida —más represión y exclusión, por lo tanto, más virulencia, más estallidos y así sucesivamente—, sin que nadie pueda desafiar su predominio.
Sea cual fuere la motivación subyacente, se trata de un juego peligroso y mezquino. No es una gran revelación decir que en las jornadas de protesta de los últimos meses se traslaparon dos expresiones: una proequidad, otra generacional. Además de toda una serie de heridas terribles sin sanar. Como cierre de más de medio siglo de guerra, el país se había dotado de unos instrumentos para generar inclusiones sociales (creo que en realidad básicamente para ponerlas en la agenda, pero eso era ya importantísimo), para darles voz a quienes no la tenían, para comenzar a aliviar los dolores. Pues los están haciendo trizas. Aplican la lógica de “se callan o los callamos” a las gentes que se expresan en las calles: qué blasfemia que quisieran hacerse oír y hacer política. Es mejor criminalizarlas (cortesía de Barbosa), dispararles, sacarles los ojos. En nombre de la legitimidad y la democracia.
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