Revista Digital CECAN E3

Examinar. Entender. Evaluar

Servidumbre, necropoder y para-Estado

Álvaro Sanabria Duque | Desde Abajo

“La violaban mientras estaba pariendo”, declaraba para la prensa inglesa en marzo de 2017 Jenny Aude, directora de Lawa (Latin American Women’s Aid), una organización que apoya a mujeres latinoamericanas en situación de trata en el Reino Unido, luego que la policía inglesa rescatara una joven barranquillera secuestrada para la explotación sexual, y que había sido torturada sin miramientos por los abusadores sexuales de su cuerpo y los explotadores económicos de su situación.

Pero no solo es ella. En mayo de este año, la prensa española reseñaba que Evelin Roche, prostituta colombiana, derrotaba en los estrados al dueño de Sala Flower’s, uno de los mayores burdeles de España, pues los tribunales reconocieron relación laboral entre la mujer y el prostíbulo. Sin embargo, Evelin comentaba que era una victoria agridulce pues “No va a ser condenado a nada aunque se haya probado que tiene esclavos dentro de sus instalaciones”.

Estos hechos, son sólo una de las caras de la moneda en la exportación colombiana de cuerpos humanos vivos que la realidad económica del país ha ido convirtiendo en uno de los renglones principales de su mercado externo. La otra cara tiene la forma de “carne de cañón” corporizada en los mercenarios y sicarios que son mercadeados para los diferentes conflictos que el capital considera deben ser zanjados de manera violenta, pero de los que debe ocultarse como determinador directo.

Y, por paradójico que parezca, estos agentes de la muerte hacen también parte de las cadenas internacionalizadas de “oficios de servidumbre” que la globalización extiende aceleradamente. Los veintiséis pistoleros que participaron en la tortura y ejecución del presidente de Haití, Jovenel Moïse, muestran esa ambigua condición de los que en Colombia han tomado por oficio quitar la vida y tasan su remuneración de acuerdo al riesgo de perder la propia. Pero, ya sea como víctimas en el caso de las mujeres prostituidas, o como victimarios en el caso de los gatilleros, lo que debe llamar la atención es el grado de descomposición alcanzado por una sociedad que obliga, en gran escala, a sus connacionales a la venta de sus cuerpos y su vida en el extranjero.

La ensayista mexicana, Sayak Valencia, califica como capitalismo gore –por el nombre del género cinematográfico donde predomina lo extremadamente violento– al que tiene lugar en aquellos espacios donde el derramamiento de sangre, la evisceración y los desmembramientos son prácticas comunes del control social, pues la destrucción abrupta del cuerpo es convertida allí en el eje de la centralización y concentración del capital, así como de la obtención de plusvalor. ¿Puede caber, entonces, alguna duda que la institucionalidad colombiana, y de forma particular su modelo de acumulación de capital, responden sin equívoco a esa condición? Las múltiples guerras civiles del siglo XIX, la Guerra de los Mil Días que inaugura el siglo XX, el cruento enfrentamiento partidista primero –conocido como la –Violencia– y la posterior guerra civil no declarada entre guerrillas y Estado que aún no concluye, son tan sólo el marco general que muestra que la lucha por los factores de la producción y los conflictos sociales han sido dirimidos a balazos, y que las “victorias” son tasadas en litros de sangre.

El negacionismo de esa realidad, al que contribuyen de forma mancomunada los medios convencionales de comunicación y la academia, ha sido el factor cultural principal en la perpetuación de esa Colombia gore que sigue favoreciendo a la élite, y que al permear parte importante de la población –incluso a sectores del pensamiento crítico–, terminó naturalizando la muerte violenta hasta la casi indiferencia frente a su presencia reiterada y cotidiana, impidiendo, de esa forma, percibir que detrás del ejercicio siniestro del continuo derramamiento de sangre hay una lógica del poder dominante que le ha permitido disolver la identidad de los grupos subordinados, minando así su resistencia.

La globalización de lo macabro

La exportación tanto de cuerpos para el ejercicio de la prostitución como de mercenarios y sicarios, hace parte de lo que la socióloga neerlandesa Saskia Sassen denomina los circuitos alternativos de la subsistencia en el marco de la globalización. En el caso de la llamada industria transnacional del sexo, donde predomina la trata de mujeres, pueden observarse dos de los rasgos predominantes del capital que buscan velarse: uno, el racismo atado al secular espíritu colonial y el otro el sexismo en el que la mujer es objetivada en grado extremo.

Por ejemplo, alrededor del 80 por ciento de las mujeres que ejercen la prostitución en los diferentes países europeos son extranjeras, con un contingente importante de mujeres latinoamericanas. La tortura como parte de la práctica sexual mercantilizada, incluso con la filmación de la muerte de la víctima, es un mercado cruento que ocupa un lugar cada vez más importante en el capitalismo gore en el que el uso sin límites del cuerpo del otro es convertido en mercancía. El caso de Jeffrey Epstein, proxeneta norteamericano que secuestraba menores de edad para ofrecerlas como esclavas sexuales a poderosos políticos, empresarios y miembros de la realeza europea, muestra que esas cadenas globalizadas de la mercantilización de cuerpos humanos alcanza niveles de ultra-especialización en el que la condición social y las variedades de la aberración de los demandantes son los determinadores de la forma que asumen tanto la “empresa” como los “servicios” que prestan.

El predominio de la ocupación en el sector servicios alcanzado en la fase actual del capital y el crecimiento de la denominada economía de los cuidados que incluye la atención de niños, ancianos o personas con limitaciones físicas por parte de personas que no son parientes, ha hecho de las labores domésticas otro de los rubros que están convirtiendo los flujos migratorios de los países del sur en un fenómeno donde las mujeres de las clases subordinadas ocupan un espacio cada vez mayor. La industria matrimonial, que consiste en lo esencial en el encuentro a través de las redes sociales, entre un hombre originario de uno de los países del centro capitalista y una mujer de las naciones marginales, tiene por objeto someter a relación de servidumbre a la mujer siendo, en la mayoría de los casos, violentada físicamente y reducida a su condición de máquina de hacer oficios caseros. En esta práctica que gana terreno, Colombia no es un país menor.

También hacen parte de esos circuitos globales de la precarización de las personas el reclutamiento de mercenarios, práctica que reapareció con fuerza en los primeros años del siglo XXI, cuando la privatización de la guerra empezó a ser planteada como una opción más económica que la de los ejércitos nacionales de conscriptos, dando lugar al nacimiento de verdaderas industrias del crimen legalizadas por los Estados.

Entre estas empresas la más icónica ha sido Blackwater, contratista multimillonaria del gobierno de los Estados Unidos, que luego del escándalo desatado por la masacre de 17 civiles –niños incluidos–, perpetrada en la Plaza Nisur de Bagdad el 16 de septiembre de 2007, cambió su nombre a Xe-Services, para actualmente denominarse Academí.

Fusionada en 2010 con Triple Canopy, constituye una organización multidivisional que sigue en lo formal todos los parámetros de las grandes corporaciones, salvo que el objetivo en este caso es el de sustituir a los Estados en el llamado trabajo sucio de las operaciones clandestinas. Garda World, compañía canadiense; G4S Secure Solutions, multinacional británica y Defion Internacional, con sede en Lima, son otros nombres relevantes en esta tristemente célebre lista de compañías que han sido convertidas en verdaderas transnacionales de la muerte.

Pues bien, en mayo de 2011 el New York Times informó sobre el aterrizaje de docenas de exmilitares colombianos en Abu Dabi para engrosar el ejército de mercenarios que la firma Blackwater estaba conformando para defender intereses de los Emiratos Árabes. La publicación generó un escándalo que tuvo repercusiones en los medios de difusión locales, pues estos probaron que en el entrenamiento realizado en el país habían sido utilizados recursos del Estado colombiano como armamento y sitios de práctica.

El suceso no paró ahí. En septiembre de 2011, la muerte de diez mercenarios colombianos al servicio del gobierno libio de Muamar el Gadafi avivó aún más la atención pública en el tema, pero el gobierno acabó desestimándolo y sepultándolo en el olvido. En 2015, nuevamente el New York Times informaba que cientos de mercenarios colombianos combatían a los rebeldes hutíes en Yemen, contratados directamente por los Emiratos Árabes, y señalaba que el asunto tenía antecedentes desde el 2006, con la participación de estos soldados de la fortuna, como también son conocidos, en los conflictos de Afganistán e Irak. El exprimer ministro de Qatar, Abdula bin Hamad Al-Attiyah declaraba el 10 de octubre de 2017 para el diario ABC de España que “Calculamos que Blackwater entrenó a unos 15.000 empleados, gran parte de ellos de nacionalidad colombiana y suramericana”, para la invasión abortada que los emiratos planearon realizar sobre Qatar.

Tras este cúmulo de evidencias, y con años de continuidad, ¿puede entonces afirmarse, como lo hizo el gobierno, que el caso de los 26 gatilleros de Haití es algo excepcional? ¿O pretender indignarse, como aparenta la vicepresidenta ante el embajador de Haití, solicitándole premura y claridad porque “no podemos permitir que el mundo siga creyendo que exportamos mercenarios”?

La violencia que exporta el país es apetecida en los necromercados porque ha sido cualificada en una sociedad gore que ha hecho del gatillo fácil el principal instrumento de poder. Es el ejercicio continúo de la muerte por parte de las fuerzas del Estado, más que referenciado en tiempos recientes con los 6.402 muertos de los eufemísticamente denominados falsos positivos, el que ha “capacitado” a los exmiembros de las fuerzas armadas para su alta demanda en el mercado externo de matar, y no pueden considerarse manzanas podridas pues no son ninguna excepción, son fruto de un árbol cuyas raíces y tronco vive de una savia formada en la instrucción militar oficial, en la que la eliminación del Otro es la meta máxima del accionar.

Las divisas que recibe el país dan cuenta de este fenómeno. Las remesas, esa cuenta de la diáspora colombiana que envía dólares a sus familiares, ocupa el segundo lugar como fuente de divisas del país desde 2019. El año pasado, esos ingresos fueron de 6.853 millones de dólares, tan sólo por detrás del petróleo (8.754 millones de dólares), y representando casi tres veces las exportaciones de café (2.446 millones de dólares), el más tradicional de nuestros productos comercializados en el exterior. Es claro que una parte importante de la diáspora colombiana genera ingresos en ocupaciones que responden al concepto convencional de trabajo, pero es innegable también que la parte ocupada en los denominados circuitos alternativos de supervivencia es creciente, por lo que extraña la ausencia de miradas críticas al hecho que una de las principales fuentes de divisas sea producto de la expulsión de connacionales, y más aún, de parias (prostitutas, mercenarios y siervos domésticos) que como materia prima alimentan los mercados gore. Sobre esto, también los medios y la academia resbalan la mirada, y a la existencia de esa economía sumergida responden con los ojos vendados del negacionismo o de la impotencia absoluta para percibir la realidad.

Necropoder y enemigo interno

El pensador camerunés Achille Mbembe, acuñó el término necropolítica para caracterizar el ejercicio del poder en naciones sometidas como colonias. El desconocimiento de la humanidad del colonizado da lugar, según Mbembe, a un perpetuo estado de excepción y estado de sitio, en los que el derecho absoluto sobre la vida del Otro es la ley esgrimida para salvaguardar el orden y propiciar la civilización, es decir, convertir ese Otro a imagen del colonizado. En Colombia, el estado de sitio no ha sido la excepción o, lo que es lo mismo, el estado de excepción ha sido la norma, lo que nos lleva al primer escalón para entender el asesinato como estrategia endémica de la institucionalidad del país. En las colonias, la violencia del Estado no es reactiva o efecto de la violación de reglas sino la causa original de consolidación institucional, y Colombia no ha salido de esa lógica desde la invasión europea, como lo prueba su historia republicana. El caso de los bombardeos de campesinos en las llamadas Repúblicas Independientes es un claro ejemplo de cómo el Estado es el agresor. Y será difícil entender plenamente la larga existencia de las guerrillas y la persistencia del conflicto, si no partimos de entender que la violencia tiene origen gubernamental.

Además de los enfrentamientos colectivos ya señalados, el magnicidio fue una de las primeras manifestaciones en la solución de diferencias políticas en la naciente república de Colombia, con el intento de asesinato del Libertador Simón Bolívar, en el que participaron Lorenzo María Lleras y Mariano Ospina Rodríguez, fundadores de dos clanes políticos, cuyo poder sigue siendo real doscientos años después. Los sacrificios de Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliecer Gaitán son ejemplos adicionales de que cortar la vida de quienes desde propuestas alternativas han ganado ascendencia popular ha sido siempre estrategia central en el mantenimiento del statu quo. En tiempos más recientes las ejecuciones de Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y Luis Carlos Galán, cuando eran candidatos presidenciales, son otra muestra de que cualquier manifestación que difiera mínimamente del poder establecido es penalizada con la muerte.

El exterminio físico de miles de familias liberales durante la violencia partidista, y el genocidio de la Unión Patriótica –La Comisión Interamericana de Derechos humanos habló de 6.528 homicidios– sobre el que el jefe paramilitar Salvatore Mancuso declaró ante la Comisión de la Verdad que “La UP no fue exterminada por las Autodefensas, su gran victimario fue el Estado colombiano”, y que ellos actuaron tan sólo por encargo oficial, prueba la naturaleza necrótica del Estado colombiano, y confirma la condición colonial de su estructura, que Mbembe identifica como la conjunción de masacre y burocracia.

No hace falta, sin embargo, hacer una excursión histórica para ilustrar lo anterior. Los resultados de la represión en el reciente paro nacional son más que elocuentes: 75 asesinatos, con posible autoría de la Fuerza Pública en 44 de ellos, 83 víctimas de violencia ocular, 28 de violencia sexual y 1.832 detenciones arbitrarias, según Indepaz, son cifras para aterrar. En la justificación del accionar violento vuelve a hacerse manifiesto el recurso ideologizado de ficcionalizar al supuesto enemigo, que en el reciente paro quedó encarnado en el término “vándalo”, usado para deshumanizar al protestante des-individualizándolo y, de esa forma, al convertirlo en un ente abstracto, legitimar su desaparición.

Esa categoría de vándalo, introducida últimamente en el diccionario del poder, es en las zonas urbanas el equivalente al “bandido” de lo rural que recitan gobernantes y militares, y que busca velar tras apelativos la fabricación del opositor como enemigo interno con el que no puede transarse. El “liberal come-curas” de mediados del siglo XX, el “comunista” de las décadas de los sesenta y setenta, también de ese siglo, hasta el de nuestros días, y más recientemente, incluso los que “anticipan el gustito”, son figuras abstractas que el sistema busca inocular en el inconsciente colectivo para inducir su eliminación. La afinidad de esas estrategias con las de la “solución final” no son cosas a descartar rápidamente como exageradas, pues la deriva neo-nazi del partido de gobierno no es asunto de juego. Las acciones ritualizadas sobre los cadáveres de los sacrificados prueban ese carácter simbólico que, apoyado en la des-humanización del Otro, es sello de la violencia institucional en el país así como de la ejercida por los movimientos ultra-reaccionarios.

El terror es una forma de violencia espectacularizada, pues posee un aspecto de teatralidad en el que el grado extremo de lo macabro está destinado a los ojos y el sentir de quienes observan los cuerpos violentados con el fin de intimidarlos, y por eso es el eje institucional de países que como Colombia han conservado la lógica del necropoder de los Estados coloniales. La aparición en el Valle del Cauca de al menos cuatro jóvenes decapitados, algunos al parecer desaparecidos luego de las protestas, no es más que la continuidad de los “cortes de franela” del siglo pasado y de la conversión de la cabeza de campesinos en balones para jugar al fútbol, que el paramilitarismo volvió práctica común. Por eso, cuando representantes del ejecutivo como la alcaldesa de Bogotá dice de los ambientalistas que defienden el humedal de Tibabuyes que “no son ambientalista sino vándalos”, más allá de su intención, abre la puerta para que los violentos institucionalizados consideren que es su derecho “borrarlos” como actores sociales.

Narco-Estado y necrocracia

Luego que irrumpe en los años ochenta del siglo XX la producción y tráfico de estupefacientes, la denominación de narco-estado en Colombia es algo común por el peso creciente de los agentes pertenecientes a esa cadena ilegal de comercio en las instituciones de poder. Caracterización confirmada una vez más con la ampliación de la lista de miembros del gobierno obligados a defenderse argumentando la inexistencia de los llamados “delitos de sangre”, y a reclamar bajo esa premisa su ausencia de responsabilidad en los crímenes cometidos por sus familiares –de forma predominante en la producción y comercialización de drogas ilícitas–, pues además del caso de la vicepresidenta Martha Lucía Ramírez y su hermano ex-convicto en Estados Unidos, recientemente conocemos el del actual embajador en EU Juan Carlos Pinzón Bueno, cuyo tío Jorge Bueno Sierra fue condenado a cadena perpetua en 1995 por introducir y distribuir cocaína en el país del norte.

Pero, lo más llamativo es que Alex Olano, periodista del portal Lado B, daba a conocer que el tío y mecenas de Luis Carlos Sarmiento Ángulo –el primero de los multimillonarios colombianos–, José Antonio Cabrera Sarmiento, conocido con los alias de Houdini, Juan Molina y Pepe Cabrera, fue condenado por narcotráfico en 1984. Por si fuera poco, la última elección de los presidentes del Congreso aumenta aún más esa lista de los “delitos de sangre”, pues Jennifer Arias, presidenta de la Cámara, tiene no sólo un hermano que fue condenado por narcotráfico, sino que su padre fue convicto de asesinato; mientras que el presidente del Senado, Juan Diego Gómez Jiménez, fue socio de dos narcotraficantes en una transacción comercial y está denunciado por estafa.

Y para que no queden dudas sobre la catadura de los miembros del gobierno, el ministro de ciencia, tecnología e información fue declarado autor de un plagio; Luis Diego Monsalve Hoyos, embajador en China desde 2019, fue sancionado en 2003 por los malos manejos de Ferrovías, y el consejero para la Seguridad Nacional, Rafael Guarín, tiene un primo entre los sicarios capturados en Haití. ¿Alguien medianamente serio puede seguir hablando, entonces, de simples coincidencias? A la lógica de la forma colonial del Estado colombiano que describe Mbembe, que puede calificarse de necrocracia, debe sumarse, en consecuencia, a su estructura orgánica un entramado incurso en el delito, que hace del funcionamiento gubernamental una máquina violenta.

El balance cruento de la represión del paro, o cualquiera de los escándalos desatados por la cercanía del poder con la delincuencia, hubiera generado fuertes reacciones políticas en otras naciones. Desafortunadamente, el cuerpo social en Colombia ha sido anestesiado en un grado importante, por lo que el desarrollo de una mayor sensibilidad frente a las violaciones de todo tipo es una necesidad creciente, pues no debemos permitir que, para ventaja del poder, la sangre que éste derrama sea secada con tanta rapidez, y que el olvido interesado del deber ser siga estando debajo de la losa del miedo instalada por el terror. La esperanza surge de esta nueva generación que muestra indignación y no puede entender cómo “la vida de nosotros no vale, pero un hijueputa vidrio o una pared de un banco les duele”, como declara con la voz quebrada Tintin, joven de la Primera Línea de Usme, ante las cámaras de Umba Film. Sí, es la indignación una necesidad urgente del espíritu colectivo en Colombia, pues parafraseando una consigna reciente, hasta que la indignación no sea costumbre poco va a cambiar.