Revista Digital CECAN E3

Examinar. Entender. Evaluar

Te mato si quiero y qué

Tengo miedo. De camino a la escuela, oí a un hombre decir “te voy a matar” Malala Yousafzai niña paquistaní.

La violencia contra las mujeres es un hecho atroz e inaceptable. Sin embargo, sucede constantemente en cualquier lugar del mundo y con mayor frecuencia en las culturas donde aún las mujeres siguen siendo subordinadas y dependen de un hombre o de una familia para subsistir. Cuando un nuevo hecho de violencia es informado por los medios masivos de comunicación nos estremecemos y nos preguntamos cómo puede ser posible, cómo es que esto sigue siendo un acto cotidiano. Pero, debemos recordar que la violencia contra las mujeres es una práctica profundamente arraigada en nuestra consciencia y es muy difícil generar un cambio cultural tan poderoso que inhiba a los hombres de agredir física, emocional o verbalmente a una mujer. Debemos recordar que esta conducta hace parte fundamental de la herencia más profunda y más compartida por las distintas civilizaciones que han poblado la tierra desde la aparición de las primeras civilizaciones en esa región que hoy conocemos como Cercano Oriente, cuna de la cultura patriarcal que en 6 000 años se ha extendido hacia Oriente y Occidente. Nuestra cultura colombiana es, sin duda, heredera de esa cultura que nos ha enseñado que el maltrato a las mujeres es algo natural y hasta hace muy poco permitido por la ley. Los relatos sobre el derecho natural a ejercer violencia contra las mujeres está en todas las tradiciones orales que se remontan al origen del Neolítico, ese periodo histórico reconocido como el inicio de las grandes civilizaciones antiguas.

Una evidencia de este saber ancestral lo encontramos en el escrito más representativo de la cultura hispánica El Cantar del Mío Cid. Se cree que el cantar fue escrito entre los años 1200 a 13001. El Mío Cid como los otros cantares de gesta europeos, y la mayoría de las obras antiguas, incluida la Biblia y el Corán, son obras que sintetizan la cosmovisión de un pueblo en su devenir y, antes de ser puestas por escrito, fueron contadas durante siglos a lo largo y ancho de un territorio con el fin de asentar valores y costumbres que dieran unidad a un pueblo. Los aedos o juglares, primeros transmisores de cultura, recogieron las voces de la gente, sus saberes, sus anhelos, sus prácticas y las contaron una y otra vez hasta legitimarlas, a tal punto que parecieran naturales y bendecidas por Dios. El Mío Cid es entonces la obra fundacional de esta cultura que llegaría a conocerse como el Gran Imperio Colonial Español. El más poderoso y extenso, tanto en el tiempo como en el espacio en la historia de Occidente.

Se podría suponer que esa antigua obra que cuenta las hazañas épicas de Rodrigo nada tiene que ver con nuestra actual cultura colombiana ni con la historia de las mujeres, y menos aún, con lo más terrible de esta historia, la violencia contra las mujeres. Sin embargo, El Mío Cid es una obra bien particular que a pesar de estar clasificada dentro de los relatos épicos medievales de Europa se diferencia en mucho de esos otros textos por múltiples aspectos. Valga la pena, a muestra de ejemplo, nombrar algunos: en primer lugar, el héroe del cantar español tiene intereses personales y materiales; es un hombre casado y tiene dos hijas, no tiene varones; además manifiesta siempre una gran necesidad de ascenso social y para ello está dispuesto a todo con tal de lograrlo. En su lucha por liberar a los reyes ibéricos de sus 2 enemigos no deja de pensar en su propio bienestar y en el de su familia. Es un hombre que tiene sus bondades, pero también tiene sus defectos. Es totalmente opuesto a Rolando, el héroe francés que no tenía vida propia y además no pensó en acumular riquezas ni llegó a disfrutar de gloria o fortuna alguna, Rolando murió por su rey, su dios y su patria.

Tal vez parezca inocuo o anacrónico remitirse a un pasado tan remoto para tratar de iluminar la realidad de hoy y, más en particular, la realidad de las mujeres. Sin embargo, El Mío Cid tiene muchas claves para entender la mentalidad hispánica, incluso hispanoamericana y, especialmente, para entender las razones por las que la violencia contra las mujeres está tan arraigada en esta cultura. Es algo que se descubre con asombro y desconcierto, como cuando se está frente a un código al fin descifrado.

El cantar español cuenta la historia de Rodrigo, un joven caballero castellano, fuerte y aguerrido, huérfano y criado en la corte de Sancho, Señor de Castilla. El rey lo ama como a un hijo y admira su valentía y fidelidad, bienes muy preciados en esas épocas. Pero, un día, Rodrigo cae en desgracia por chismes de otros caballeros envidiosos de su prestigio. El rey lo destierra y le extingue todos sus bienes. Rodrigo Díaz de Vivar tiene que irse de Castilla, solo y sin riquezas. Deja a su mujer y a sus dos hijas pequeñas a cargo de la iglesia en un convento cercano. A pesar del duro castigo, Rodrigo, como buen caballero, sigue siendo leal a su rey, a su dios y a su patria. Su destierro, que dura 10 años, le permitirá recuperar su honra e incrementar su fortuna. Volverá a Castilla lleno de gloria y riquezas, y seguirá siendo la envidia de muchos, pero habrá recuperado la gracia del nuevo rey Don Alfonso quien a su vez premiará a El Cid permitiéndole el ascenso que tanto desea, pertenecer a la nobleza. Para ello, encuentra muy loable proponer en matrimonio a las hijas del héroe, Doña Elvira y Doña Sol, a los príncipes de Carrión, dos nobles estúpidos, mezquinos y empobrecidos, como lo estaba la mayoría de la nobleza en los albores de la Monarquía absoluta. El matrimonio se conviene, aunque a Rodrigo no le agradan los tales príncipes. La boda se realiza en Valencia, donde El Mío Cid es soberano. Luego, los nuevos esposos deberán partir para el reino de Carrión donde fundarán sus familias.

No obstante, pocos días antes de la partida, sucede un episodio desgraciado en el que los príncipes de Carrión pierden su honra y pundonor. Resulta que Mío Cid es un hombre tan valiente y poderoso que incluso las fieras le temen y se rinden ante su poderío. Por eso tiene en su palacio de Valencia un león africano que vive allí como cualquier mascota privilegiada. Un día, estando El Cid dormido, el león aparece en el salón donde estaban los príncipes de Carrión retozando. Ante la presencia de la fiera los príncipes casi mueren de pánico, corriendo a esconderse como los más cobardes de todos los cobardes. Los soldados del Cid no pudieron evitar la risa y la burla frente a un acto de tal cobardía, con la agravante de que esta venía de los futuros yernos del hombre más valiente de toda España. Los príncipes de Carrión se sintieron humillados por esta burla y juraron vengarse de El Cid que hasta ese momento no tenía conocimiento de lo que había pasado. Se realizaron las bodas y los nuevos esposos salieron de viaje hacia Carrión donde se suponía debían empezar su vida de casados.

Nadie conocía las intenciones vengativas de los príncipes de Carrión. A mitad de camino, en el Robledal de Corpes, ordenaron a sus sirvientes avanzar y dejarlos solos con sus esposas, ordenaron a estas bajar de los caballos que las transportaban, les arrancaron las prendas que las vestían y las amarraron a sendos robles, luego procedieron a azotarlas con las cinchas de 3 los caballos, las patearon con las espuelas de sus botas, todo esto con tal sevicia que las creyeron muertas. El cantar narra el episodio de la siguiente manera:

Tirada 128

Duermen en el robledo de Corpes

A la mañana quédense solos los infantes con sus mujeres y se preparan a maltratarlas.

"… En el robledal de Corpes entraron los de Carrión, 
las ramas tocan las nubes, muy altos los montes son
y muchas bestias feroces rondaban alrededor.
Con una fuente se encuentran y un pradillo de verdor.
Mandaron plantar las tiendas los infantes de Carrión
y esa noche en aquel sitio todo el mundo descansó.
Con sus mujeres en brazos señas les dieron de amor.
¡Pero qué mal se lo cumplen en cuanto que sale el sol!
Mandan cargar las acémilas con su rica cargazón,
mandan plegar esa tienda que anoche los albergó.
Sigan todos adelante, que luego irán ellos dos:
esto es lo que mandaron los infantes de Carrión.
No se quede nadie atrás, sea mujer o varón,
menos las esposas de ellos, doña Elvira y doña Sol,
porque quieren solazarse con ellas a su sabor.
Quédense solos los cuatro, todo el mundo se marchó.
Tanta maldad meditaron los infantes de Carrión.
"Escuchadnos bien, esposas, doña Elvira y doña Sol:
vais a ser escarnecidas en estos montes las dos,
nos marcharemos dejándoos aquí a vosotras, y no
tendréis parte en nuestras tierras del condado de Carrión.
Luego con estas noticias irán al Campeador
y quedaremos vengados por aquello del león. "
Allí los mantos y pieles les quitaron a las dos,
solo camisa y brial sobre el cuerpo les quedó.
Espuelas llevan calzadas los traidores de Carrión,
cogen en las manos cinchas que fuertes y duras son.
Cuando esto vieron las damas así hablaba doña Sol:
"Vos, don Diego y don Fernando, os lo rogamos por Dios,
sendas espadas tenéis de buen filo tajador,
de nombre las dos espadas, Colada y Tizona, son.
Cortadnos ya las cabezas, seamos mártires las dos,
así moros y cristianos siempre hablarán de esta acción,
que esto que hacéis con nosotras no lo merecemos, no.
No hagáis esta mala hazaña, por Cristo nuestro Señor,
si nos ultrajáis caerá la vergüenza sobre vos,
y en juicio o en corte han de pediros la razón. "
Las damas mucho rogaron, más de nada les sirvió;
empezaron a azotarlas los infantes de Carrión,
con las cinchas corredizas les pegan sin compasión,
hiéranlas con las espuelas donde sientan más dolor,
y les rasgan las camisas y las carnes a las dos,
sobre las telas de seda limpia la sangre asomó.
Las hijas del Cid lo sienten en lo hondo del corazón.
¡Oh, qué ventura tan grande si quisiera el Creador
que asomase por allí Mío Cid Campeador!
Desfallecidas se quedan, tan fuertes los golpes son,
los briales y camisas mucha sangre los cubrió.
Bien se hartaron de pegar los infantes de Carrión,
esforzándose por ver quién les pegaba mejor.
Ya no podían hablar doña Elvira y doña Sol.


Tirada 129
Los infantes abandonan a sus mujeres (Serie gemela)
Lleváronse los infantes los mantos y pieles finas
y desmayadas las dejan, en briales y camisas,
entre las aves del monte y tantas fieras malignas.
Por muertas se las dejaron, por muertas, que no por vivas.
¡Qué suerte si ahora asomase el Campeador Ruy Díaz!

Como podemos en este canto, estos príncipes convertidos en esposos de Doña Sol y Doña Elvira por la gracia del rey Don Alfonso tienen una noche de bodas en la que se muestran profundamente amorosos de sus núbiles compañeras. A la mañana siguiente y con toda la frialdad del acto premeditado, proceden a torturarlas para vengar en el cuerpo de ellas la humillación sufrida por la burla sufrida por los soldados del Cid. En otras palabras, las dos hijas del jefe militar de estos soldados son las mediadoras de la venganza. En un conflicto entre hombres, es el cuerpo de dos mujeres jóvenes que sirve para satisfacer la necesidad masculina de venganza. La manera como se ejecuta la venganza dista mucho del respeto que se supone debe tenerse contra las personas inocentes. No hay ni la más mínima clemencia o piedad hacia ellas, incluso cuando solicitan que las maten con las espadas de su padre antes de seguir ofendiéndolas como lo están haciendo.

Esto es lo que registra la obra, y lo que está allí no es una ocurrencia absurda de algún juglar misógino, es todo lo contrario, es la versión escrita de algo que sin lugar a dudas se practicaba en aquellas épocas. La violencia contra las mujeres es una práctica ancestral que en mala hora heredamos de la cultura antigua, de aquella de la que tan honrados nos sentimos a veces. En ella se pueden ver muchos comportamientos que aún, tantos siglos después, se siguen practicando.

En primer lugar, unas hijas que son vendidas por su propio padre para su propio beneficio y por encima de sus propios valores éticos. En segundo lugar, unos hombres que encuentran legítimo vengar en el cuerpo y en la vida de estas mujeres su honor mancillado. En tercer lugar, la crueldad con que se comete el crimen: se ganan su confianza, les demuestran amor, luego al estar solos con ellas, las desnudan, las amarran, las azotan con las cinchas de los caballos, las patean con las espuelas de sus botas, se retan entre ellos para saber cuál golpea con mayor fuerza y las abandonan cuando las creen muertas. Al partir, se llevan los baúles con la fortuna que les ha dado el padre e incluso se llevan sus ropas finas. No tienen ninguna piedad ni compasión, ante los ruegos de las damas de degollarlas con las espadas que el padre les ha ofrecido en la boda, no las escuchan. Allí las dejan para que las fieras del monte se coman sus restos.

Es importante saber que los cantares de gesta eran cantados en las plazas de mercado de la Edad Media, cuando toda la población, viejos, jóvenes y niños, hombres y mujeres, estaban presentes para oír los magníficos relatos con los cuales se sentían identificados. En este orden de ideas, el humillar, utilizar, golpear, engañar, traicionar a una mujer, a la que se ha escogido como esposa era una práctica corriente. Era un hecho compartido por todos, del que nadie tenía nada que objetar.

Es por esto que no nos podemos aterrar de lo difícil que es cambiar un comportamiento que está tan incrustado en la mentalidad de los hombres y de las mujeres. Es por esto que es importante en cualquier transformación que se pretenda, buscar las raíces profundas de los comportamientos humanos para entenderlos e intentar transformarlos. Es por esto que hoy, en la segunda década del siglo XXI, a pesar de las resoluciones de la ONU, de las leyes y los protocolos, de toda la legislación para evitar la violencia contra las mujeres, esta se siga practicando de manera inmisericorde. Es por esto que es urgente plantearnos una transformación cultural tan amplia y subversiva que ningún hombre sienta o piense que violentando a una mujer, su honor, su poder o su prestigio quedarán saldados.

Por: Vilma Penagos Concha

25 de noviembre de 2020