Soy partidaria de ocupar y apropiarse del espacio público, de no dejar las calles solas a merced de unos cuantos malintencionados. Pero admitámoslo, a ninguna persona le gusta ser robada, de ninguna pertenencia, en especial de cosas tan imprescindibles como tu transporte diario, a sabiendas que esto desencadenará inevitablemente una secuela de hechos desconsoladores, hasta finalmente ser ignorada y tener que conformarte con olvidar. Si, ignorada, porque por más que hemos señalado con lujo de detalle los lugares y formas en que nos roban nuestras bicicletas, no hemos recibido respuesta o solución alguna por parte de las autoridades pertinentes en Cali.
Esta mañana mientras regresaba de entrenar (porque además de usar la bicicleta como medio de transporte, también la uso recreativamente o lo que es igual a una deportista aficionada sin ninguna pretensión competitiva) y apenas cogiendo el Bulevar, a la altura de la Av del Río con calle 5ta, me acordé de los varios atracos de los que hemos podido tener conocimiento (principalmente a hombres, con arma blanca e incluso a plena luz del día) y entonces sentí miedo.
Miedo como pocas veces lo siento, porque en esta ciudad una aprende a ser valiente o a creer serlo. Y recordé la pregunta que un día una señora en el trabajo me hizo: “¿Que qué hacía cuando estaba en una situación difícil y sola, si no creía en dioses?” y a lo cual respondí: “Pensar y hacer lo que esté a mi alcance”. Es decir, que miré para todo lado -para no ser cogida por sorpresa- apreté el manubrio con fuerza -como quien se aferra a lo que es suyo- y aceleré mi pedalear. Y como afortunada que soy, salí casi invicta del ahora tan temido Bulevar.
Y digo casi, porque la mala sensación ya estaba, de imaginar si no me lastimarían o tumbarían por robarme. Y, si salía sin lesiones ¿Cómo hubiera seguido mi camino sin bici? De tener que ir a poner la denuncia después de haber reunido la factura y las pruebas suficientes para demostrar que en efecto era mi bici, y poder captar la atención del policía de turno si es que me reciben la denuncia o si me mandan a una plataforma, impersonal como todo lo virtual de ahora (y yo que no tengo ni internet en mi casa). De no poner o tener en qué transportarme o entrenar hasta que lograra comprar otra cicla. De que cada día confirmara con más frustración de que nadie buscaría mi bici, que no la encontraría, que ya la diera por perdida… o que ni siquiera tuviera ánimo para esas acciones, ¿para qué?, si nada me la iba a devolver, tal vez mejor no perder el tiempo.

Ya una vez había pasado por esa frustración, hace muchos años, cuando me hurtaron una bici en otra modalidad -rompieron la guaya en menos de un minuto-. Esa vez no pude ni siquiera poner el denuncio, porque no tenía la factura, ni recuperarla a pesar de haberla encontrado, por miedo a que me lastimaran por intentar rescatarla. Por lo cual, en realidad ahora sí haría la gestión, por lo menos para sumar estadísticas y seguir evidenciando la situación como ciudadana proactiva que soy.
Luego también recordé, que hace como 5 años, con varias amigas activistas de la bicicleta, hicimos unas convenciones aquí en Cali, en las que nos reuníamos una diversidad de mujeres de todas las edades, niveles educativos y sectores de la ciudad, para charlar y debatir sobre diferentes aspectos y singularidades que como mujeres teníamos en relación a la bicicleta y al ciclismo urbano. Y con sorpresa en ese momento, entre las conclusiones, resaltó que no eran tantos los miedos a superar o por los que quisiéramos dejar de montar en bicicleta, más bien si concretos y contundentes: Miedo a ser acosadas, robadas o atropelladas.
Y aquí estoy, escribiendo con las secuelas del miedo, esperando que se me pase, agradeciendo haber sido tan afortunada este día, esperando serlo también mañana y el resto de los días, no como muchos otros que no lo han sido o no lo serán. ¡Pues nos están robando y a nadie parece importarle!
Más historias
Con prensa mentirosa, falsos positivos judiciales y políticos corruptos, la derecha golpea Latinoamérica
Anti-récords colombianos
La supremacía de la doble moral