Revista Digital CECAN E3

Examinar. Entender. Evaluar

Salud emocional (197)

Por: Gloria H.

¡No tengo nada qué cambiar!

No existe expresión más prepotente y soberbia que aquella que se pavonea de “no tener nada que cambiar” o «no hay nada por modificar». Desde la suficiencia más extrema, el hombre, la mujer, la organización que lo manifiestan, lo único que hacen es desnudar el interior de quienes lo expresan, intentando ocultar el miedo.

El miedo al cambio. El miedo a aceptar que se es humano, finito y por lo tanto seres en proceso de construcción. Seres manejando errores, dificultades y por lo tanto obligados a revisar, a cuestionar, a comparar, a modificar el rumbo. «No tengo nada que cambiar» pareciera significar algo semejante a «no tengo defectos, he alcanzado la perfección», por lo tanto «no soy yo el que tiene problemas, son los otros, los demás, los que me rodean quienes tienen que modificar su comportamiento».

Desde una organización «no hay nada que modificar» es la representación de la suficiencia y por lo tanto es el mundo quien debe entenderme y no esperar que sea yo el que debo aprender a vivir en el mundo. ¡Ni más faltaba!

Esta frase dicha en cualquier situación es un manera frontal de atropello al medio que nos rodea. Es una manera de jugar a ser Dios, de creerse omnipotente y perfecto. Es una forma de creer que el mundo está quieto, estático y que por lo tanto lo de hoy, o lo de ayer, tienen vigencia eterna. Mi personalidad no merece ni revisión, ni cuestionamiento ningunos. La organización o institución no tiene nada que aprender de la vitalidad de muchos seres en proceso de vida que por lo tanto, aportan y revisan. «No cambio» porque estoy muerto o muerta en vida y el pavor me impide aceptar el proceso de evolución de la condición humana.

No quiero convivir con procesos de renovación, de crecimiento, de movimiento. Las teorías cambian, las ideas se modifican, las creencias se reemplazan, los conceptos pierden vigencia, la ciencia acepta revisarse. Sin embargo hay quienes desearían la eterna quietud, ¿Cómo esperar entonces mágicamente que algo «permanezca» inmodificable? ¿Cómo esperar que algo «dure» toda la vida? ¿Cómo pretender que creencias de hace siglos puedan tener vigencia en este momento? Además, quien exprese –o simplemente piense- esta expresión «no tengo nada que cambiar» está atrincherándose, defendiéndose en medio del remolino de la vida.

El cambio no depende de que lo queramos o no, ni siquiera de que estemos de acuerdo con él. El cambio se da con nuestro consentimiento o sin él, a nuestras espaldas o de frente, como lo quiera ver. Allí está, siempre moviéndose y nosotros tenemos una alternativa: o nos montamos al carrito de la evolución o la evolución nos atropella.